viernes, 4 de octubre de 2013

La Oración: dialogo con Dios

La oración, como bien expresa su nombre, es diálogo del hombre con Dios, unión mística. Según los efectos que la caracterizan, es el apoyo del mundo y reconciliación con el Señor; fuente de lágrimas y propiciatoria de nuestros pecados; defensa de la tentación y baluarte ante las contradicciones; victoria en la lucha y empeño de los ángeles; alimento de los seres incorpóreos y alegría en la espera; actividad que no finaliza jamás y fuente de virtud; forjadora de carismas y del progreso espiritual, alimento del alma y luz de la mente (...). 
Reza con toda sencillez, con una sola expresión, como hicieron el publicano y el hijo pródigo que se dirigieron a Dios misericordioso (...). 



No te afanes en mirar con minuciosidad las palabras que debes usar en la oración. A menudo los simples y sencillos balbuceos de los niños aplacaron al Padre que está en los cielos (cfr. Mt 6, 9). 
No busques muchas palabras (cfr. Mt 6, 7), porque tal deseo provoca la disipación de la mente. Con una pequeña frase el publicano agradó al Señor (cfr. Lc 18, 3), y con una sola expresión dicha con fe, salvó al ladrón (cfr. Lc 23, 39-43). A menudo muchas palabras distraen en la oración porque llenan la mente de fantasías; una sola, con frecuencia, contribuye al recogimiento: cuando a un cierto punto hay una palabra que te agrada y propicia la compunción, permanece allí; entonces se unirá a tu oración el Ángel Custodio. 

Después, no abuses de la libertad confiada, aunque hayas alcanzado la purificación. Es más, acercándote a Dios con gran humildad, podrás obtener la más alta libertad. También si te encontrases en lo alto de la escala de la virtud, continúa rezando para que sean perdonados tus pecados como hizo San Pablo que, asemejándose a los pecadores, exclamaba: yo soy el primero de ellos (cfr. I Tim 1, 15). La pureza y compunción de lágrimas deben dar alas a la oración, y el sabor, como el aceite y la sal condimentan los alimentos. Añade la bondad y la dulzura, con las que debes revestirte si quieres liberar al corazón de todo aquello que arranca la libertad, y poder elevarte sin esfuerzo hacia Dios. 

Hasta que no hayamos alcanzado después de muchas experiencias tal claridad de oración, seremos principiantes, como niños que empiezan a caminar. Trata de elevar la mente a Dios, o mejor, de tenerla cerrada dentro de las operaciones de la oración y, si por debilidad infantil, no la tienes tranquila, ponla rápidamente en orden: por desgracia nuestra mente es débil, pero el Omnipotente podrá fijarla. 

Si continúas luchando sin rendirte, finalmente descenderá sobre ti Aquél que mantiene en sus límites los mares de la mente, y dirá, mientras tú te elevas en oración: De aquí no pasarás, ahí se romperá la soberbia de tus olas (...) (cfr. Job 38, 11). 

¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre la tierra (cfr. Sal 73, 25). Esto persigue la oración. Si unos aspiran a la riqueza, otros a la gloria u otra posesión, mi bien es estar apegado a Dios, único fundamento de mi esperanza (cfr. Sal 73, 28). La fe es la que otorga las alas a la oración, pues de ningún otro modo podrá volar hacia el cielo. Sólo esto pedimos al Señor (cfr. Sal 27, 4). Somos todavía víctimas de las pasiones, pero de esta condición todos deseamos elevarnos, cortando definitivamente ese camino. Aquel juez que no temía a Dios, cede a la insistencia de la viuda para no tener más la pesadez de escucharla (cfr. Lc 18, 1-4). Dios hará justicia al alma, viuda de El por el pecado, frente el cuerpo, su primer enemigo, y frente a los demonios, sus adversarios invisibles. El Divino Comerciante sabrá intercambiar bien nuestras buenas mercancías, poner a disposición sus grandes bienes con amorosa solicitud y estar pronto a acoger nuestras súplicas (...). 

No digas no haber obtenido aquello que has pedido rezando mucho, porque te has beneficiado espiritualmente. De hecho, ¿qué bien más sublime puede existir al de estar unido con el Señor y perseverar en esa unión ininterrumpida con Él? Quien se encuentra protegido por la oración no deberá tener miedo de la sentencia del Juez divino, como le sucede al condenado aquí en la tierra. Por eso, si eres sabio y no corto de vista, al recuerdo de ese juicio podrás fácilmente alejar de tu corazón las ofensas recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los negocios terrenos y los sufrimientos que se derivan; la tentación de las pasiones y de todo género de maldad. Con la súplica constante del corazón prepárate a la oración perenne de los labios, y rápido avanzarás en la virtud (...). 

Como canta el Salmista: «Yo conozco verdaderamente cuánto bien quisiste para mí porque en tiempo de guerra no permitiste que el enemigo riese a mis espaldas; por eso, grité a ti de todo corazón, con cuerpo y alma, porque donde se encuentran unidos estos elementos, allí se encuentra Dios en medio de ellos» (cfr. Sal 40, 12;1 19, 145;1 Tes 5, 23; Mt 18, 20). 

No todos tienen las mismas dotes, ni según el cuerpo, ni según el espíritu. Para algunos va bien la oración más breve, para otros es mejor la larga de los salmos. Hay quien todavía confiesa estar prisionero de su cuerpo, o debe luchar con la ignorancia del espíritu; si entonces invocas a nuestro Rey contra los enemigos que te asaltan de cualquier parte, ten confianza. Ya no deberás fatigarte mucho desechándolos de una vez, pues se alejarán de ti 
rápidamente: no querrán asistir a la segura victoria que obtendrás con la oración; es más, huirán despavoridos por la fusta de tu ferviente coloquio. Recoge todas tus fuerzas, y Dios se ocupará en cómo enseñarte a rezar. 

San Juan Clímaco

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